2.3. Un cambio de chip metodológico
La experiencia ha demostrado suficientemente que la tecnología, por sí misma, no mejora necesariamente ni de manera automática la calidad educativa. En otras palabras, introducir las tecnologías digitales en el aula no es necesariamente innovar.
Si las introducimos para hacer lo mismo de siempre, sin acompañarlas de un cambio real en la manera de enseñar, lo más probable es que los resultados sean, más o menos, los de siempre (Adell, 2011).
Utilizar el libro digital como el libro de texto de toda la vida pero con vídeo, o usar una pizarra digital para mostrar únicamente contenidos como si fuera una pizarra de tiza pero sin el polvillo, son algunos ejemplos del lamentable desperdicio del potencial de la tecnología que todavía tiene lugar en muchos ámbitos educativos (Dans, 2018).
Las tecnologías digitales permiten y facilitan nuevas formas de enseñar y de aprender, pero estas no afloran espontáneamente por el solo hecho de incorporar tecnología. Por ejemplo, que cada alumno disponga de un teléfono inteligentede última generación no quiere decir que estemos haciendo mobile learning. Por eso, es muy importante evitar planteamientos tecnocéntricos. Cualquier apuesta por las nuevas tecnologías tiene que fundamentarse en criterios pedagógicos y partir de una cuidadosa planificación previa, que nos permita elegir los recursos y entornos más adecuados en función de los objetivos de la formación y, también, de las necesidades y capacidades de sus destinatarios.
Aprovechar el potencial de la tecnología para optimizar los procesos de aprendizaje requiere, pues, cambios metodológicos que pongan en el centro de la acción educativa los intereses y necesidades del alumnado.
Las nuevas metodologías tienen que capacitar a los aprendices para hacer un uso autónomo, eficiente y crítico de las herramientas para obtener, reconstruir y compartir conocimiento. También deben permitir habilitar espacios y generar dinámicas interactivas que faciliten la participación y la colaboración entre todos los actores del proceso de aprendizaje.
En definitiva, solo podemos hablar de innovación educativa cuando la incorporación de novedades tecnológicas o metodológicas comporte mejoras cualitativas en el aprendizaje de las personas. Si las nuevas tecnologías no sirven para empoderar al aprendiz, para potenciar su autonomía y creatividad, y facilitarle la colaboración con otros, seguramente no merece la pena el esfuerzo de incorporarlas. Por eso, es imprescindible que la tecnología esté al servicio del proyecto educativo, no al revés.
Ciertamente, ponerse de espaldas a la innovación es un error. Sin embargo, la postura contraria también tiene sus peligros. Apostar ciegamente por nuevas herramientas y/o metodologías, sin un análisis previo y una buena planificación pedagógica, tiene muchos números para acabar en fracaso. Así, si bien es importante que los educadores estén al día de las novedades, a la hora de incorporarlas en su ámbito de actividad hace falta que se pregunten: ¿esta nueva tecnología o metodología es adecuada para lograr los objetivos didácticos que nos planteamos? O también: ¿los destinatarios de la formación están lo bastante motivados y capacitados para hacer un uso eficiente y provechoso de los nuevos recursos y estrategias que les proponemos?
Esta última pregunta es especialmente importante. El entusiasmo que muchos estudiosos y desarrolladores de la educación electrónica demuestran hacia las nuevas tecnologías no siempre es compartido en igual medida por los usuarios finales de estas, tanto enseñantes como aprendices. Diferentes estudios (Ros, 2011; Vance, 2012) demuestran que, actualmente, una mayoría de los estudiantes tienden a valorar de manera positiva la incorporación de las tecnologías digitales, pero son prudentes a la hora de adoptarlas. En muchos casos, prefieren combinar los nuevos recursos con otras herramientas o formas de trabajar más clásicas, con las que están familiarizados y se sienten más cómodos.
Así, la novedad en sí misma, por deslumbrante que resulte, no es garantía de un mejor aprendizaje. Debemos ser, pues, realistas y rigurosos a la hora de incorporar cualquier nueva herramienta o metodología basada en las tecnologías digitales. Es imprescindible, antes de dar cualquier paso en este sentido, desarrollar una buena planificación didáctica que garantice que los nuevos recursos y estrategias se ajustan a los objetivos de la formación, así como a las capacidades y necesidades reales de sus destinatarios.
Otra creencia que conviene cuestionar a la hora de reflexionar sobre la introducción de nuevas tecnologías en la educación es la figura del denominado «nativo digital». Existe la creencia, bastante generalizada, de que la habilidad a la hora de emplear la tecnología para cualquier tarea depende, en gran medida, de la edad de las personas. Se cree que las generaciones más jóvenes disponen ya de una habilidad «natural»para el uso de los nuevos dispositivos y aplicaciones, por el simple hecho de haber nacido en la era digital.
Esta visión, sin embargo, dista mucho ser real. El simple hecho de crecer rodeados de tecnología no se traduce, automáticamente, en la capacidad para hacer un uso adecuado de la misma (Boyd, 2015; Freire, 2009).
Por el contrario, aprender a utilizar la tecnología de manera eficiente y responsable pide aprendizaje y entrenamiento, de manera independiente de la edad de la persona. Así, el mito del nativo digital no solo es erróneo, sino que puede resultar contraproducente si lleva a padres y educadores a sobrestimar las habilidades tecnológicas de los jóvenes y a abdicar de la tarea de orientarlos y capacitarlos para hacer un buen uso de las mismas (Dans, 2014).