4.1. Introducción
Cómo hemos expuesto en el apartado anterior, la irrupción de las tecnologías y la cultura digitales contribuyen a transformar la forma en que las personas aprendemos y, por lo tanto, también la manera de entender y desarrollar los procesos educativos. Podemos resumir esta contribución diciendo que la revolución tecnológica propicia que el aprendizaje adquiera o vea potenciados unos determinados atributos:
- Se produce a lo largo y ancho de la vida, es decir, en todo momento, de diferentes maneras (formales, no formales e informales) y en múltiples escenarios.
- Adquiere un carácter más activo, participativo y práctico, priorizando la elaboración de proyectos o la resolución de problemas por encima de la mera adquisición de contenidos teóricos.
- Es cada vez más controlado y dirigido por el propio aprendiz.
- Se hace más social y colaborativo.
- A la vez, en los nuevos escenarios educativos los roles de los implicados en los procesos de enseñanza y aprendizaje también se transforman.
Hay que decir que, antes de la revolución digital, ya existían planteamientos pedagógicos que contemplaban algunos de estos aspectos, entendiendo la educación como un proceso abierto y dinámico, basado en la interacción y la colaboración.
Décadas atrás, autores como Freire, Freinet o Decroly, entre otros, ya ponían el foco en algunas tendencias del aprendizaje que actualmente evolucionan, se acentúan y se generalizan gracias a las tecnologías digitales.
Aun así, conviene insistir en que las tecnologías digitales no son las responsables únicas de las transformaciones en los procesos de aprendizaje. La tecnología permite, facilita y contribuye a la innovación educativa, pero no la impone ni la produce automáticamente (Adell, 2011). Los cambios de mentalidad y de metodología son indispensables para que los procesos educativos aprovechen el potencial tecnológico para transformarse y dar respuesta a las nuevas necesidades sociales.